Un cuento de Heberto Castillo

El fuerte calor de Tuxtla Gutiérrez queda atrás de las curvas del camino. El autobús de segunda clase se acerca a San Cristóbal de las Casas.

Viajamos con empleados, pequeños comerciantes, estudiantes y campesinos indígenas. Tienen privilegios los “ladinos”, como llaman a los mestizos los indios tzotziles, chamulas, zeltales, choles, tojolabales y zinacantecos: las indias y los indios les ceden el asiento. Es una vieja costumbre, explica alguien.

Llegamos a San Cristóbal, donde las tejas rojas del caserío se desparraman por las faldas de los cerros. Hace frío aunque un espléndido sol de medio día cae a plomo del cielo despejado.

La asamblea popular que celebramos tendrá lugar hasta las seis de la tarde. Tenemos tiempo para caminar por las callejuelas retorcidas y escarpadas de San Cristóbal. Vamos por ellas hasta el mercado lleno de frutas, quesos, dulces, pan de manteca y huevo, vestidos, rebozos, listones, sombreros, huaraches y muchos otros productos de la región.

Cerca del mercado hay norteamericanas jóvenes de compras que regatean para obtener mejor precio por la ropa que las indias llevan puesta. Es la que les gusta. Mientras más usada y sucia está la prenda más se interesan por ella. Eso explica que abunden turistas extranjeras, vestidas a la usanza india, pero sucias.

Cuando el hambre aprieta, comemos en una pequeña fonda. Después, caminamos hasta llegar al atrio de la iglesia de Santo Domingo.

Muy cerca, niños indios corretean y gritan. Visten andrajos y todo en ellos es color de tierra. Cuando nos acercamos, huye rumbo a un caserón blanco, ruinoso, con puertas de madera comidas por el tiempo, el comején y el descuido. Curiosos vamos tras ellos y penetramos a la casa donde un letrero avisa que es un refugio del Instituto Nacional Indigenista para la población india que llega a San Cristóbal.

Entramos, y al principio nada vemos en la penumbra que contrasta con la luminosidad que luce afuera, en el atrio de la iglesia. Al acostumbramos a la media luz, distinguimos grupos indígenas que se apiñan para matar el frío sentados en el suelo. En el piso de tierra uno que otro petate donde algunos de ellos pasarán la noche.

Los niños que jugaban fuera nos ven entrar y muestran recelo. La más pequeña, la que al correr en el atrio cuidaba de no tirar algo que apretujaba en el rebozo, nos mira y remira mientras, inconsciente, mueve sus brazos como si arrullara a un niño en el regazo. Es chiquita y frágil.

La llamo y se aleja rumbo a una india que sentada en el suelo le dice algo. Después, como atendiendo a un consejo de la madre se nos acerca y casi sonríe. Le hablamos y nos toma confianza. Me aproximo y puedo ver sus ojos negros, brillantes como capulines.

-Ojos de capulín-, la llamo. No parece entender pero me mira atenta. Lleva enaguas que alguna vez fueron blancas y sus pies, partidos por el frío, dejan ver que nunca llevaron zapatos ni huaraches. En su regazo trae, amorosa y tierna, un pedazo de ladrillo recocido. En cuclillos le digo: -¿Tienes una muñeca? Déjame verla, ¿es linda? ¡Déjamela ver!

Cuando observa mi desconcierto la niña me mira extrañada. Acepta al fin, despega los brazos del cuerpo y me
acerca el viejo rebozo para mostrarme su juguete, mientras me mira entre orgullosa y satisfecha.